lunes, 5 de diciembre de 2022

Relatos ganadores XXI Certamen de relato Corto.










                                                            LA HUELLA QUE DEJAS

 La huella que dejan nuestros pasos en el mundo constituye la certeza de nuestra imperfección. Y es que no hay rastro que no pueda ser seguido ni huella que escape a un ojo entrenado. Mi horizonte fue desde mi más penosa infancia una suerte de pesquisa por alcanzar lo inalcanzable, por traspasar lo prohibido, por escapar de un encierro tutelado. Si bien es cierto que aquella reclusión pudo ser ese mal menor que con tanto empeño me vendieron, traspasar el umbral de aquel edificio centenario supuso mi primer contacto con lo que la gente de afuera llamaba felicidad. 

No creo ser una mujer feliz, ni creo que algún día llegue a serlo. El tiempo deja una huella que, si bien es un claro rastro de los vaivenes que nos azotaron, no está expuesta al ojo de un simple observador avezado. Se necesita cercanía, confianza y paciencia para desenterrar cada muesca astillada en la osamenta de nuestra historia. Yo siempre he sido hermética, reservada con lo propio y lo ajeno. Así creé una cápsula donde he ocultado ese poso perturbador que hierve en las ascuas de cualquier niña sin madre. Pero llegó el momento de abrirla, de dejar entrar (o quizás salir) lo que estuvo oculto durante demasiado tiempo.

María. Tan solo un nombre rematadamente común en unos años de demasiada escasez y reputación sobrevalorada. Aquello era lo único que conocía de la mujer que me parió; eso y el dibujo único de la huella de su dedo índice. Es por ese sencillo detalle que sé que ella dio el paso, que ella me dejó ir de su lado. Ignoro el motivo, si se vio obligada o aliviada. Sin embargo, no acabé en el hogar de una rica yerma o en casa de un filántropo eunuco. Todo habría sido diferente, en cualquier caso. En su lugar, mis tiernos huesos fueron a parar a un sórdido trastero de niños abandonados.

Gritos, golpes, llanto, castigos: el pan nuestro de cada día, decían las monjas que velaban por nuestras almas negras. Odio, miedo, desconfianza, violencia: el vino nuestro de cada noche, apostillábamos entre risas durante nuestras conspiraciones nocturnas.

 Guardo un grato recuerdo de mis compañeras de cautiverio. La desgracia une para siempre lo que la fortuna repudia puntualmente. He perdido el rastro de sus almas perdidas sumida como estaba en la búsqueda de mi origen maldito. Pero el esfuerzo siempre halla recompensa. Lo aprendí con la mejilla aplastada entre la suela de un zapato y un par de baldosas untadas de orines y lejía. Qué estrecha es la línea que separa el bien del mal. Qué profundidades es capaz de alcanzar un olor. 

Mi primera noche fuera de la institución me refugié en una pensión. Olía a orina rancia, pero sabe Dios por qué motivo la sentí un hogar en aquel rincón de ninguna parte. Nada positivo me aportaron aquellos grajos vestidos de blanco que dejaba atrás, salvo una pista. Años atrás, una de ellas había utilizado mi origen reprobable como arma en mi contra. La muy lerda no imaginaba que con eso me estaba dando ese mínimo imprescindible que me permitió aferrarme a un rastro que seguir, a una razón para sobrevivir.

 Y es que no pocas veces me planteé acabar con mi vida. No le concedo a la vida más valor que el mero utilitarismo sensual que aquellas mujeres, reprimidas de puertas para afuera, desfogaban cuando ni su mismísimo Dios las veía. 

Tardé ocho largos meses en localizar a quien patrocinó mi ingreso en la institución. Se trataba del señor de Tres Magnolias, la casa donde mi madre adolescente trabajó de cocinera. Mi primer impulso fue pensar que él era mi padre pero no tardé en desechar aquella idea. El viejo me atendió en zapatillas y no dudó en revelarme la identidad del hombre que me engendró e hizo caer en desgracia a mi madre. Se trataba de un sobrino carnal algo perdido, con demasiado tiempo libre y pocas obligaciones. Aquel joven libidinoso y sin luces dejó preñadas a un par de sirvientas antes de que lo despacharan contra su voluntad a las Baleares. Allí, un pariente lejano con demasiado que agradecer y callar lo tuvo apartado durante cinco años hasta que se lo encasquetó a la hija de un influyente empresario mallorquín. 

Íñigo de Zárate, pues así se llamaba mi padre, no había regresado del trabajo cuando accedí al espléndido jardín que conducía, entre palmeras, a la puerta principal. La propiedad era inmensa. Lo esperé en un pequeño cenador fresco a aquellas horas de la tarde. Sus tres hijos jugaban en una enorme piscina al sol y su esposa leía Mi nombre en tus labios, de María Teresa Sesé, sin perder de vista a los chicos. Mi padre me atendió nada más llegar a la biblioteca. Parecía muy sorprendido de verme pero no puso impedimentos en contármelo todo. Me estrechó entre sus brazos con lágrimas en los ojos y durante, al menos, un instante sentí que su alegría por conocerme era sincera. Su narración de los hechos estuvo salpicada de mil y una disculpas. Que si era muy joven, que si era un estúpido. Yo sólo quería conocer el paradero de mi madre, su nombre completo, lo que fuera que me permitiera encontrarla tras tantos años de separación. Él había roto con todo cuando fue enviado a las islas, cambió, e ignoraba los apellidos de la joven María a la que, según él, tanto me parecía. Un prestigioso abogado había sido el encargado de deshacer aquel entuerto por lo que salí de aquella casa con el nombre del letrado y una dirección en Madrid. Dejé atrás las risas de mis tres medio hermanos y el llanto ahogado y pueril de mi padre biológico. 

Fue fácil dar con uno de los bufetes de abogados más importantes de la capital. Más difícil fue localizar al emérito fundador pues apenas pasaba por allí un par de veces por semana para resolver algún que otro compromiso con clientes de toda la vida. No se sobresaltó demasiado cuando me presenté en su despacho. Se trataba de un letrado acostumbrado a solucionar con diligencia cualquier revés que se le presentase. Recordaba el caso. Algo muy triste, matizó, pero demasiado habitual en las familias de la alta sociedad de la época. Accedió a unos ficheros algo apartados y extrajo el expediente. Guardaba registro de todo lo que hacía pues nunca se sabía cuándo una información podía ser cosa de vida o muerte. Resolvimos la cuestión en un par de minutos y le agradecí su profesionalidad hasta el último momento. 

Había seguido su rastro, las huellas que sus verdugos fueron dejando en el camino como miguitas de pan, y supe dar con ella. Demasiados años. Había deseado tanto aquel momento que, por primera vez en toda aquella persecución, tuve miedo. Tuve miedo de no hallarla finalmente, de darme cuenta de que aquellas huellas sólo conducían a una verdad que, quizás, no era la que yo soñaba. Aunque, acaso había soñado con aquel momento; acaso alguna vez, por un instante, me recreé en las sábanas del deleite de aquella hipotética escena. Nunca. Jamás. Mis miras fueron siempre a corto plazo: salir de la institución, obtener un nombre, una dirección. Sólo faltaba dar con mi madre, encontrar a María. No sabía lo que sucedería entonces, si mi vida cobraría sentido, si hallaría el descanso que se me había negado desde siempre o si la verdad volvería a aplastar mi cabeza contra el suelo de la realidad. 

Tres semanas después me hallaba a las puertas de un barrio marginal. María vivía en los arrabales del suburbio. En aquellos años el caballo era peor que la mafia en el Chicago de Al Capone: te daban el arma y robabas para poder chutarte y matarte tú misma. Lo sentí al acercarme a la puerta. Pisaba jeringuillas y las miradas vacías de todo aquel con quien me cruzaba me escaneaban sin verme. A lo lejos, un par de sirenas y un sin fin de perros ladrando laceraban el silencio del atardecer en Palomeras. No había luz. Olía a orina rancia y vino de cartón. Un tipo salió de una habitación y pasó por mi lado susurrando una acertada blasfemia acorde con aquel infierno suburbano.

 Al entrar la vi. La llamé por su nombre completo y apenas me miró. Estaba perdida, sumida en una tiniebla dulce y asténica. Su tez no tenía brillo, apenas era piel y huesos. Los pechos que quizás un día llegaron a amamantarme no eran más que un leve pliegue del pasado. El tiempo había dejado su huella en ella, la había aplastado y consumido como sólo puede hacerlo la verdad. En ese instante lo supe: había llegado tarde, siempre había sido tarde. Hay caminos que por más que los recorras jamás conducen a Roma solía decir en voz muy alta el cura en la misa del domingo. Mucho más sigiloso era por las noches cuando entraba a hurtadillas por la puerta de servicio.

 Salí temblando de aquella casucha de chapa y cartón. No obtuve respuestas que apaciguaran la angustia que habitaba en mí. Ignoro aún hoy qué fue de ella cuando abandonó la casa donde servía, si la herida de entregarme fue la que la hizo arrastrarse hasta los infiernos donde la hallé, si tras aquellos ojos sin vida algo de ella se removió al verme. Lo único que sé es que cuando le tomé la mano balbuceó algo y un minuto después había dejado de respirar. Huérfana, esta vez de verdad, regresé al centro de Madrid con la certeza de que el sentido de la vida no era dejar huella pues a mi madre aquellas huellas la habían destruido. La vida era sólo un camino. Si los demás siguen tus huellas, o no, importa poco.

 Han pasado muchos años de aquello y el espejo me devuelve la imagen de mi madre cuando la encontré. Creo que ha llegado el momento de romper mi silencio, de abrir esa cápsula que cerré gracias a mi habilidad para ocultar huellas y contar la verdad. Y es que nadie descubrió cómo logré escapar del manicomio donde me encerraron a los quince años, cómo hallé el patrón de vigilancia, dónde escondí las llaves de mi celda durante semanas, cuántas horas pasé agazapada entre los muros del comedor, cómo aproveché un despiste de un tipo que vino a reparar una luminaria para degollarlo y arrojarlo al pozo después de robarle la ropa. Nadie se fijó en mí porque de día las monjas se las daban de castas y no miraban a los hombres a la cara. La libertad me dio alas y los pocos duros que el pobre electricista llevaba encima me permitieron pagar la mísera pensión donde pasé mi primera noche. Ya nada podía frenarme. Localicé al viejo prostituyéndome. Es curioso cómo a los hombres se les afloja la lengua conforme les aflojas la bragueta. Fueron ocho meses repugnantes que me pusieron al día sobre la realidad de afuera.

 Cuando di con el viejo a quien creía mi padre sentí algo parecido a esa paz que recordaba tras las palizas de las monjas. Lo sorprendí en zapatillas a punto de acostarse. Con un cuchillo en el gaznate no tardó en confesar las veleidades de mi verdadero padre, su nombre y circunstancias de su exilio balear. Lamenté no haberle preguntado más detalles que me hubiesen facilitado la búsqueda. En cualquier caso, limpié cada huella que pudiera delatar mi presencia en aquel caserón y me marché. 

No fue difícil colarme en casa de mi padre. Esperar agazapada cuatro horas resistiendo las ganas de observar a mis medio hermanos fue mucho peor. Las risas, los juegos que yo no reí ni jugué eran el pan nuestro de cada día para ellos. Un vestigio de bondad me impidió a acabar con aquel déjà vu de la que pudo ser mi vida. Como supuse, mi padre entró en la biblioteca nada más llegar para dejar su maletín y, a la postre, su vida. Sus disculpas sonaron sinceras. Por un momento me vi junto a mis hermanos disfrutando la infancia que me fue negada; riendo y jugando al borde de la piscina mientras papá leía el periódico y mi madrastra, la más buena y cariñosa de las madrastras que jamás existiera, me asumía como una hija más. Pero los golpes de las monjas volvieron a azotarme una y otra vez al ritmo que yo arremetía contra el vientre del señor de aquella casa que ya no volvería a ser la misma cuando alguien, quizás su esposa, entrara en la biblioteca y encontrara sus vísceras esparcidas sobre la alfombra de bambú. Salí de allí con el nombre del letrado y la duda de si aquel hombre herido de muerte que lloriqueaba mi perdón se arrepentía sinceramente de las consecuencias de sus irreversibles errores de juventud. De cualquier modo, era demasiado tarde.

 Lo del abogado fue un mero trámite. Leí en sus ojos aquella resignación indiferente que todas las compañeras de cautiverio arrastrábamos cuando éramos conducidas a la habitación azul. Él sabía lo que le esperaba. Me entregó lo que le requería y murió sabedor de que yo no tenía nada en su contra. Como él bien sabía, en todo trabajo bien hecho hay que deshacerse de todo lo que pueda incriminarte. Él era un daño colateral y procuré que fuera algo rápido.

 Me queda poco tiempo. He comprendido muchas cosas y anhelo eso que las monjas llamaban justicia divina. Esta confesión que acabo de hacer pone negro sobre blanco la verdad de todo lo que ocurrió. Pasé media vida siguiendo unas huellas y la otra media borrando su rastro. Regresé a los lugares donde maté, al lugar del crimen. No fui original ni en eso. Tuve que enfrentarme a la certeza de que mis actos tuvieron consecuencias. Dejaron huella en mis medio hermanos (quienes encontraron el cuerpo desangrado de su padre), en su madre (adicta desde entonces a los antidepresivos), en la familia del electricista desaparecido, en el mayordomo de Tres Magnolias que fue acusado de matar al viejo y condenado a veinte años. 

Por eso he invitado a mi vecino, que es policía, a pasar. Pensé que confesarle todo me redimiría; pero la niña sin madre que siempre fui sigue buscando una razón para vivir. Ella empuña de nuevo un arma y rebana, entre el espanto y la sorpresa, la voz de este buen hombre. Ahora me tocará a mí borrar sus huellas, ocultar el cadáver. Me faltan las fuerzas. La niña que fui me sonríe perversa y asumo, una vez más, que la huella que dejas suele ser un calco imperfecto de las huellas que el tiempo dejó en ti.


Alejandro Ruiz Núñez (Vélez Málaga)

Relato ganador.







El khoji y el cazador

 

 

Todo empieza en un funeral.

Shaitan Kumar y su esposa Asha ofrenden rezos al dios Shiva.

Ambos tienen los cuerpos laxos, el juicio embotado y los ojos ajados y secos tras dos largos días de interminables lloros, de desvelos nocturnos, de gritar al viento del desierto: ¿Por qué? ¿Por qué nos has arrebatado a nuestra hija? Abren las manos y las elevan al cielo naranja que en ese momento de la tarde ya amarillea en las llanuras del Rajasthan, al mismo tiempo que tambalean sus pies, y todo su cuerpo, hacia delante y atrás en un ritual ancestral transmitido de generación en generación. Es como si ambos estuviesen sincronizados tras el ensayo de una pieza teatral dramática, pero no es un teatro, ni un sainete, ni una farsa puesta en escena burdamente, es el sepelio de su amada Veena, la despedida del mundo terrenal de su única hija.

Mientras rezan Shaitan divisa a la comitiva que los acecha en la entrada del oasis. No se sorprende de su presencia e interiormente les agradece su paciencia y que hayan tenido la deferencia de no interrumpir el funeral de su hija. Solo por ese motivo está decidido a escucharlos y aceptar su propuesta. Hace un día que los espera, desde que oyó en Jodhpur, la ciudad azul de la India, que se buscaba a tres jóvenes indios que habían desaparecido una noche en el desierto del Thar, aguardaba la visita. Era solo cuestión de tiempo y ese momento había llegado. El grupo está formado por cuatro policías de uniforme, dos jóvenes khojis, un inspector con el rostro picado de viruela y un alto funcionario de grueso mostacho y turbante verde anudado en la cabellera. Al acercarse los agentes de policía saludan uniendo las palmas de sus manos y pronunciando un educado namasté, el inspector y el funcionario se inclinan hacia delante en una respetuosa reverencia y los dos jóvenes khojis se arrodillan y tocan los pies de Shaitan, como si fuese un pariente mayor de la familia al que rendir honores y respeto. El funcionario, con solo una mirada, conmina a un oficial de la policía a hablar. Este último carraspea e inmediatamente comienza a decir:

— ¡Viva la India! Shaitan Kumar, os ofrecemos nuestras disculpas por interrumpir el funeral de vuestra hija —Shaitan asiente con un ligero movimiento de cabeza en señal de agradecimiento—, el estado de la India —continúa diciendo— te solicita…, te ruega que abandones tu retiro y te incorpores al servicio activo para colaborar en la búsqueda de los ciudadanos Narayan Sarin,  Navil Anand y Erigassi Dronavelli, desaparecidos durante las fiestas del Teej en la madrugada del día veinte de agosto.

Shaitan estudia el rostro del  policía local y al funcionario colocado detrás y sabe de inmediato que aunque no se le ha ordenado, no puede negarse, sería una descortesía, un menosprecio y una falta absoluta de respeto a los cuerpos de seguridad con lo que trabajó y colaboró, hombro con hombro, durante toda su vida.

—Te necesitamos—musitó el oficial al observar cierta vacilación.

Shaitan no lo duda más, inclina la cabeza hacia su mujer a modo de despedida, se descalza y emprende el camino junto al resto de los presentes. Ve a uno de los jóvenes khojis dialogar con un policía e intuye que están hablando de él. Él no los conoce, son demasiado jóvenes,  pero sabe que para ellos dos y para todos los khojis del Rajasthan, Shaitan es una deidad. Todos veneran su nombre, todos relatan sus legendarias hazañas y sus conocimientos. Los khojis son rastreadores de la Fuerza de Seguridad de Fronteras de India, que vigilan la línea limítrofe con Pakistán en busca de traficantes de drogas, contrabandistas e inmigrantes ilegales. Los khojis son capaces de diferenciar huellas de camellos, vacas, cabras u ovejas. Aprenden el oficio cuando son solo niños que persiguen a los animales que se alejan de sus hogares a través del vasto desierto. No son un gremio, ni una comunidad, ni se rigen por supersticiones o castas, los khojis  solo veneran a sus predecesores, a sus maestros,  y entre todos ellos, despunta el más extraordinario rastreador que ha existido en la India, el viejo Shaitan Kumar. Una leyenda viva.

Lo conducen a la Fortaleza de la exótica ciudad de Jaisalmer, a las faldas del desierto del Thar y en la puerta de entrada proporcionan a Shaitan la escasa información que se había recopilado hasta ese momento. Allí se perdió el rastro de Narayán, Nival y Erigassi, los tres estudiantes desaparecidos. Un testigo declaró que los vio entrar en la Fortaleza Dorada, iban abrazados, cantando en rayastani y bebiendo a gollete de botellas Old Monk. Nadie los vio salir. La policía local durante dos días escrutó las calles y murallas, inspeccionó el Palacio Real  y el templo Laxminath e invadió los admirados Havelis sin éxito alguno. Es como si se hubiesen desintegrado en polvo amarillo, evaporados y conducidos por los vientos del desierto a una de las  miles de dunas que dibujan el paisaje del Rajasthan. Le proporcionan detalles de su constitución física, altura, peso, características singulares; precisan sus ropajes, sus vestimentas y adornos; y señalan especialmente el calzado, uno de ellos llevaba unas chappal y los otros dos, vestían con juttis.

Shaitan se coloca en un extremo de la plaza principal, frente a la puerta de la Fortaleza, la comitiva permanece a su espalda. La zona ha sido evacuada y la quietud se adueña de un espacio que habitualmente bulle de personas. El suelo arenoso del ágora, vacío de ocupantes y transeúntes, a salvo de ajetreo, es ahora un océano aleatorio de huellas. El funcionario ladea la cabeza y arruga la nariz. «Esto es una pérdida de tiempo. Es imposible», le dice al inspector en voz baja. Los policías expectantes guardan silencio, mientras los dos jóvenes khojis contemplan embelesados cualquier movimiento del Maestro, el rastreador más legendario.

Shaitan recorre lentamente con la mirada la plaza. Su mente se activa y empieza el análisis de cada una de las pisadas que atiborran el foro, deben existir miles, pero el cerebro del khoji funciona vertiginoso, es como una computadora moderna que superpone patrones y dibujos y descarta lo irrelevante, lo que no cuadra. En quince minutos Shaitan ya ha contextualizado la escena y suprimido todas las huellas de animales, predominan las de los camellos de carga y las vacas sagradas. Las pisadas de los animales, están ahí, impresas en la arena, pero en la mente de Shaitan ya han desaparecido y la imagen del suelo es ahora algo más clara. Desecha seguidamente las huellas de niños y mujeres, todos los pies pequeños y los más estrechos. La representación del escenario se torna más limpia, las huellas más ralas, pero aun así la superficie es un mar atestado de pisadas. Separa el calzado que consigue identificar, y elimina los zuecos, los zapatos planos, las padukas, las sandalias. Se aproxima a la esencia, Shaitan entonces hunde sus pies en la arena. Necesita calibrar la densidad, la profundidad de la huella.  Los tres jóvenes iban bebidos por lo que su caminar podría ser algo errático, inestable, por lo que le permite desestimar todos los pasos firmes y profundos. Y entonces las encontró, mezcladas con otras marcas y signos, y quizá fue el instinto de un viejo rastreador o simplemente un golpe de azar, pero no tuvo dudas. Junto a un banco de piedra limosa, percibió unas huellas errantes de jutti, el característico calzado indio identificado por su punta estrecha y plana, de suela única y recta que no distingue entre el pie izquierdo y derecho, al lado de unas chappal corrientes. Supo que eran de ellos, lo demás fue fácil para el gran khoji, en su mente se dibujó la escena de la desaparición, todo el recorrido de las huellas, sus movimientos, sus acciones, sus pasos,  su….

—¿Qué pasa? —le inquirió un joven policia—, ¿Por qué te paras maestro?

—Se fueron corriendo. Les perseguían.

—Explícanos —requirió el inspector pustuloso.

Shaitan les invitó a agacharse. Borró cuidadosamente con la mano la arena hasta dejar solo visible una huella. Era la pisada de una sandalia. Hundida en la punta y superficial en el tacón. En medio de la planta tenía una muesca, una raja en forma de H, como si fuese el tatuaje del calzado.

—Es la huella de un cazador. Estoy seguro. Perseguía a los tres jóvenes —sentenció el khoji.

 La revelación arrojó inquietud en el grupo. Los presagios de un posible secuestro, de un escenario criminal, se habían materializado. No fue una sorpresa, se habían barajado posibles enemigos, comportamientos oscurantistas hacia los jóvenes pero nada definitivo se había hallado, no obstante siempre fue la teoría más razonable. 

La persecución se inició rápidamente. Al grupo se unieron nuevos destacamentos policiales y nueve rastreadores y en poco más de doce horas se cerró el caso. Una vez que se conocían las huellas, el rastro a seguir, la búsqueda se simplificó en lo esencial y los avances eran como olas del mar, sucesivas y continuas. Once Khojis a las órdenes del gran Shaitan Kumar permitió en apenas medio día localizar la cueva donde estaban los cuerpos de los tres jóvenes. Los encontraron hacinados, devorados en parte por las alimañas y con las manos desmembradas y desaparecidas. En la cueva se perdió el rastro del cazador, en la entrada de la oquedad descubrieron cuatro tipos de huellas: unas de chappal, dos juttis y unas sandalias con la marca de una H. Todas entraban, ninguna salían.

Al día siguiente la noticia del diario local de Jodphur informaba del hallazgo y del nefasto desenlace, al mismo tiempo que se elogiaba las aptitudes de un cuerpo sin igual en el mundo, los khojis, los rastreadores.

 

Todo acaba en un funeral.

Frente a Shaitan y Asha hay una pira cimentada en simétricos troncos de Neem, Colocados uno a uno, con esmero, con sentido geométrico y simbólico. Sobre ella yace el joven cuerpo de Veena. Los ojos cerrados y el cabello oscuro peinado y recogido en una larga trenza que cae por encima del hombro acariciándolo. Su expresión facial es dulce como si estuviese dormida en un sueño reparador. Lleva puesto el sari blanco y rojo con el que su madre la presentó en sociedad, distintos abalorios de plata en cuello y muñeca y unas sandalias de piel de búfalo.  

Shaitan Kumar coge una tea del suelo y tras prender el paño que envuelve el extremo lo arrima a la pira. La yesca intercalada entre los troncos chisporrotea y arde rápidamente extendiéndose por toda la pira en pocos segundos. Una gran columna de fuego y humo envuelve a Veena, y colorea de color ceniza el cielo.  

Abren las manos, las elevan al cielo y entonan un himno de alabanza a Shiva. Al terminar, se abrazan, se permiten esbozar la insinuación de una sonrisa. Ahora sus cuerpos y mentes sienten bienestar, paz interior. El camino del mundo terrenal al espiritual no siempre es fácil, pero están seguros de haberlo conseguido, el alma de Veena está a salvo y preparada para la resurrección. El Khoji, entonces, evoca los últimos momentos de su hija y es incapaz de reprimir las lágrimas. El cabello sucio y colmado de tierra, el rostro magullado, los antebrazos lacerados y con marcas de dedos, los muslos repletos de equimosis, la vagina rota, el cuerpo destrozado. Nada pudo hacer por ella, solo oír su último estertor y, entrecortadamente, tres nombres.

Shaitan se mira los pies, aún está descalzo. Al pie de la pira siguen sus sandalias, las mismas que se quitó cuando llegó la comitiva. Las coge y las contempla por última vez antes de que sean consumidas por el fuego. Tienen las suelas rajadas, y una muesca con una raja extraña, en forma de H.

Antonio Martín Acosta (Nerja).

1er. accésit







MÁS ALLÁ DE LA TORMENTA 

8 de diciembre, 4:54 a.m. 

Los ruidos han comenzado siete minutos antes de lo habitual. Aun así es difícil determinar una hora exacta porque el sueño me gana la partida en algún momento impreciso de la noche. Al crujido de la madera se ha unido un siseo intermitente que cobra fuerza para ahogarse a los tres segundos y volver a empezar. Creo que proviene del techo abovedado del comedor o es ahí donde se percibe mejor por la resonancia de la habitación. La noche convierte la casa en una incógnita. Prefiero no salir de mi dormitorio y me entierro bajo las mantas. Pero los ruidos atraviesan cualquier tejido y se te cuelan en los oídos. Las contraventanas de madera repelen el temporal, por eso sé que los ruidos no provienen del exterior, son más cercanos, de este lado de la puerta de entrada. Siento que la noche engulle la casa.

 Flora me dijo que tardaría en acostumbrarme a la sierra pero creo que algo no va bien. Es como si la casa tuviera su propio latido, como si tratara de revelarse. Recuerdo la primera noche. Flora me seguía e insistía en que volviera a la cama mientras yo encendía todas las luces. Eres una “ratilla de ciudad” me decía cariñosamente, quitándole gravedad al asunto. Pero el ruido que ella atribuía a las cañerías roñosas tenía algo de, no sé cómo definirlo...orgánico. Ahora no me cabe duda, la casa intenta comunicarse conmigo.

 9 de diciembre, 4:32 a.m. 

Provenía del sótano. Ha sido un ruido más fuerte de lo habitual, un golpe seco, casi un estruendo. Ahora el silencio es total. Es tan abrumador que siento que me falta el aire. Si Flora estuviera aquí me tranquilizaría. ¿Por qué tarda tanto? Seguro que el temporal la ha obligado a pernoctar en el pueblo. Estará preocupada por mi. Insistió tanto en que viniera: “el aire de la sierra te sentará bien”, decía. Pero ella anda siempre muy ocupada, va y viene desde que la conozco y el temporal la habrá pillado por sorpresa. Algunos de los árboles que flanquean la carretera habrán cedido ante las ráfagas de viento y la habrán hecho intransitable. Un cerco de naturaleza me separa kilómetros del vecino mas próximo y sólo desde la colina hay cobertura. Pero claro, es prefrerible no salir hasta que amaine la tormenta. 

Desde que asomaron las primeras nubes tengo la sensación de que no existe el día. Las horas de mayor claridad no son mas que una antesala de la noche pero aun así me tranquiliza ver los árboles a través de la ventana, doblegados por el viento. A medida que la noche se hace mas densa y cierro las contraventanas, los sonidos del exterior se van consumiendo en un susurro. Después la casa enmudece hasta que decide despertarme a lo largo de la noche. 

Ahora sigo inmerso en silencio. Ese ruido tan intenso me ha entumecido los músculos. Era un golpe brusco, tal vez una llamada, una invitación a que abandone mi cuarto. Me agazapo bajo la coraza de mis sábanas. 

9 de diciembre, 16:34 p.m.

 La escasa claridad del día se filtra por la ranura de las contraventanas. No sé en qué momento me dormí. Me ducho. Mientras dejo que el vapor que desprende mi café me envuelva, pienso en lo acogedora que resulta la casa durante el día. Parece que la lluvia ha perdido fuerza y tengo la sensación de que Flora no tardará en llegar. En la cocina abro cajones, reviso las provisiones y calculo cuántos días puedo afrontar el aislamiento. No tengo de qué preocuparme, Flora es previsora y ha dejado víveres de sobra. Mezcladas con las cajas de infusiones encuentro otras más pequeñas que me resultan extrañamente familiares. Ya recuerdo, son mis pastillas, las que debo tomar. En la residencia no tenía que estar en estas cosas porque Flora me las daba regularmente. No recuerdo la última vez que tomé una. Aparto las pastillas para agarrar la botella de vino que asoma al fondo del despensero. Beber me parece la mejor opción.

 Me despierto todavía embriagado y tengo la sensación de que me encuentro en campo abierto. Han debido transcurrir cuatro o cinco horas desde que me bebí la botella y caí vencido sobre el sofá. La oscuridad sería total si no fuera por la luz que desprende la luna, el primer claro en el cielo desde que llegamos. Mis piernas flaquean pero necesito atrincherarme en mi dormitorio y sentirme cobijado dentro de sus cuatro paredes. Tengo miedo a ser engullido por las entrañas de la casa. Al levantarme, la botella cae vacía y estalla en pedazos. Las contraventanas bailan al son del viento envolviéndome en una oscuridad intermitente. Salgo a cerrarlas. El frío mordisquea mis dedos y lucho contra el viento. Casi está hecho, sólo me falta una mitad por cerrar. Algo me hace parar. Un elemento que no corresponde al paisaje me hace girar la cabeza. Son huellas, no cabe duda alguna, pisadas en la tierra convertida en barro. Se pierden por el camino que lleva a la colina, adentrándose entre los árboles. Un escalofrío me hiela por dentro y corro hasta llegar a mi cuarto.

 10 de diciembre, en algún momento de la noche.

 Me despierto sentado tras la puerta de mi habitación. El dolor perfora mis riñones. Todavía siento los nervios bullendo en mi estómago y oigo la contraventana que no cerré golpeando indiscriminadamente pared y cristal. Hay alguien dentro de la casa. Oigo golpes suaves y cadenciosos, pasos sigilosos que hacen crujir la tarima. El miedo me paraliza. Debo bloquear la entrada de mi dormitorio. Empujo la cama con todas mis fuerzas pero es inútil, pesa demasiado. Lo intento con la cómoda. Jadeo. Mi pecho se infla y desinfla contra los cajones del mueble. Contengo la respiración y escucho. Una especie de alarido traspasa la puerta. Cojo aire y lo vuelvo a contener. Es un balbuceo, parece... ¡la voz de Flora!

 Abro lentamente. El pasillo se ilumina con la luz tenue de la Luna pero todo se oscurece con un nuevo golpe de las contraventanas. Espero de nuevo a la luz y me maldigo por haber olvidado la linterna en el salón. Desde que empezó la tormenta no hay electricidad. El pasillo vuelve a iluminarse y veo huellas marcadas con un rojo cenizo, que identifico como sangre. Tiemblo. Tal vez son mis huellas, tal vez pisé descalzo el vidrio cortante de la botella. Sigo respirando entrecortadamente, echo a andar, calibrando cada paso, deseando volverme invisible. En el salón descubro una silueta a contraluz. Alcanzo la linterna. 

“¡Flora!” grito. De rodillas, me mira asustada. ¿Por qué blande ese cuchillo? No reconozco su cara de terror. “Flora, soy yo, tranquila”, le digo, pero ella se estremece y suelta un alarido. Intento tranquilizarla pero lo único que funciona es mantenerme alejado. “Soy yo”, le repito, y responde agitando el cuchillo torpemente en el aire. Recula sin dejar de vigilarme, arrastrándose, hasta que la pared la frena. “¡He llamado a la policía!”, grita, y me lanza el cuchillo en lo que parece un ataque desesperado. El objeto aterriza sin fuerza en mis pies. “Volverás a la residencia para no salir jamás”, balbucea entre lágrimas. Sus palabras provocan un dolor agudo en mi estómago. Cojo el cuchillo y lo miro. ¿Qué le he hecho a Flora? ¿Por qué le asusta mi presencia? No puedo volver a la residencia. No lo soportaría. La hoja del cuchillo tiembla en mis manos y decido lanzarlo lejos. Todo se nubla de repente cuando siento un impacto en la nuca. Mi rodilla se clava en el suelo, antes de caer desplomado.

 En la oscuridad. Mis párpados están sellados y lucho por mantener la consciencia. Noto un dolor intenso en la cabeza mientras un hilo de sangre me recorre la espalda. Si no fuera porque tengo las manos atadas a la altura de mis riñones, me caería al suelo. “Dijiste que sería pan comido”, es la voz de Flora, me tranquiliza saber que está bien. “Y tú dijiste que se clavaría el cuchillo, que no resistiría tanta presión”, ¿de quién es esa voz ronca?, ¿por qué hablan del cuchillo? Intento abrir los ojos con todas mis fuerzas. La silueta de Flora se va dibujando sobre un fondo de paredes desconchadas. Hay unas escaleras irregulares de madera que suben hacia una puerta azul. Debo de estar en el sótano. No conozco a ese tipo que hace aspavientos y habla acaloradamente. Toso y ambos se fijan en mi. El silencio repentino augura la tormenta. 

“¿Qué está pasando Flora?”, balbuceo. Ella desvía la mirada y se escabulle hacia un rincón, lejos de la luz contracenital que proyecta la linterna apoyada en el suelo. “¿Que qué pasa?”, responde el hombre, “¡pasa que deberías estar muerto, que tras dos intentos de suicidio deberías haberte clavado ese puto cuchillo cuando te lo pusimos en las manos!” Siento que voy a vomitar. “Tenemos que resolverlo, Flora”, dice mirando a la oscuridad. “Esto es distinto, nunca hablamos de asesinato a sangre fría”, responde ella con voz temblorosa. Los golpes siguen sonando en la planta de arriba. La tormenta aulla de nuevo con fuerza. “Ya no hay vuelta atrás. Piensa en todo ese esfuerzo para ganarte su confianza. Las horas extras en la residencia hasta convencerlo de que firmase los papeles y poder traerlo hasta aquí”. No consigo enhebrar la trama de acontecimientos. Intento levantarme y descubro que estoy atado a la silla por la cintura. La tensión aumenta cuando el hombre coge una pala que adorna la pared. “Ya no hay vuelta atrás” repite una y otra vez mirando el rostro de Flora, difuminada en la sombra. Un cristal se rompe arriba y Flora suelta un gemido de congoja que apaga entre sollozos. Es mi oportunidad. Me impulso con las dos piernas y consigo levantarme con la silla atada a mi cintura. El tipo de la pala intenta volverse pero ya he caído encima de él. La linterna baila en el suelo y envuelve el sótano en un baile de sombras hasta que se estrella contra la pared. En la oscuridad, me revuelvo incontroladamente hasta que me libero de la silla, desencajando las patas o tal vez son mis brazos. Movimientos bruscos acompañados de jadeos rasgan el aire. Me imagino al tipo, ya incorporado, blandiendo la pala, intentando cazarme en la oscuridad. Tiene miedo, los tres lo tenemos. Entonces un golpe retumba con contundencia y le sigue otro más pesado, el de un cuerpo desplomándose en el suelo. “Muere cabrón”, grita el tipo mientras la pala cae una y otra vez sobre el cuerpo abatido. Me compadezco de Flora. Casi por accidente encuentro la escalera y me arrastro hasta llegar a la superficie. En cuanto salgo del sótano giro la llave alojada en la cerradura y oigo un grito de desesperación al otro lado de la puerta. La agonía del cazador que descubre que se ha equivocado de víctima.

 Me tambaleo por el pasillo, oscilando de pared a pared. Antes de salir a la intemperie cojo mi móvil del abrigo que cuelga en la percha. Me entrego a la tormenta, a la negrura del paisaje y me siento cegado por el abismo de la noche. Es difícil ver el camino que lleva a la colina, llegar al punto de conexión con el resto del mundo. Como una paradoja del destino, encuentro las huellas que mis verdugos dibujaron en la tierra, esas que pretendían empujarme a la desesperación pero que ahora me guían hacia la colina. Piso firme sobre las huellas y me alejo de la casa, desandando el camino de mi muerte. Ina.


 Juan Carlos Peña Martínez (Almuñécar).

2º accésit.